En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército humanista, las tropas utilitarias alcanzan
	sus últimos objetivos militares. Margaret Thatcher gana batallas después de muerta y cada
	vez sucede menos, como quería Montaigne, que sea el gozar, y no el poseer, lo que nos
	hace felices. Todo lo malbarata esa apoteosis, y también se está apoderando de la práctica
	del alpinismo. En la actualidad, ocurre por ejemplo que al mismo tiempo que los clubes
	de montaña menguan en afiliación, ven incrementarse dramáticamente la media de edad
	de sus miembros y desesperan por atraer savia joven que garantice su supervivencia, esos
	mismos jóvenes abarrotan maratones de montaña que, con frecuencia, reciben varios
	miles de solicitudes para apenas unas decenas o cientos de plazas. Los runners se han ido
	adueñando de los caminos y de los grandes espacios naturales: de competir se trata estos
	días; de no dejar de hacerlo en ningún momento; de incluso el ocio convertir en negocio.
	Es contra ese thatcherismo alpinista que se yergue este ensayo y en defensa de un
	montañismo lento, porque en la estela del manifiesto Slow mountain de Juanjo Garbizu,
	hace suya la convicción de que nada bueno se ha conseguido jamás deprisa y corriendo,
	de que sólo en el campo semántico de la paciencia se alcanza la excelsitud humanística y
	de que la velocidad arruina e idiotiza. Ilustrado también, porque no lo es este alpinismo
	apresurado que buscando el apagamiento de los sentidos renuncia al aprendizaje que a
	través de ellos se obtiene; que no busca conocer, sino que lo conozcan; que no se atreve
	a saber, porque no se atreve a detenerse ni a renunciar a los laureles equívocos del éxito
	deportivo. Y anticapitalista además, porque sólo tal puede ser el ejercicio total, sincero, de
	estos principios que colisionan inconcesivamente con los que animan y sostienen la
	tiranía del capital.