«Te esperaré, hermana», escribió, de su puño y letra, Claudia Severa a su amiga
	Sulpicia Lepidina, en la invitación a la celebración de su cumpleaños en un fuerte
	perdido junto al muro de Adriano. Son los suyos dos nombres de los muchos que mencionará este libro. Nombres de esclavas o de emperatrices, de niñas o de
	ancianas, de trabajadoras o de sacerdotisas, célebres algunos, pero casi desconocidos
	la mayoría. Las mujeres romanas, como cualquier mujer en cualquier sociedad,
	tenían diferentes formas de vivir, pensar y sentir. No existe la «mujer romana»,
	existen muchas formas de ser mujer en Roma. Una campesina de Hispania no
	tenía las mismas preocupaciones vitales que una rica matrona romana, pero algunas
	líneas las unían a todas: los peligros del parto, el sometimiento a la legislación, la
	visión masculina, las normas morales y sociales que las constreñían… No sabemos
	demasiado sobre ellas, a menudo poco más que un nombre sobre una desgastada
	lápida, no recibieron un enternecedor poema a su muerte ni tuvieron una
	vida épica o heroica. Pero merecen ser nombradas, volver a ocupar un hueco en
	una historia –esa historia de batallas y de generales escrita por los autores clásicos,
	hombres– de la que fueron expulsadas y de la que nunca, con toda probabilidad, se
	sintieron parte. Merece la pena recordarlas, aunque sea durante los breves segundos
	que pasamos la vista por sus nombres para olvidarlos después. Merece la pena volver
	a poner por escrito los nombres de esas mujeres que no cambiarían la historia ni
	desafiarían los roles de genero ni fueron grandes reinas o guerreras, pero si fueron
	madres, hijas, hermanas, amigas o amantes que alguien recordó con ternura. Ellas
	son mucho más historia, en realidad, que Cleopatra o César, aunque sobre ellos
	corran ríos de tinta.